Con un recién estrenado y lluvioso otoño de finales de los 80 en la ciudad de Barcelona, adentrándonos lentamente en sus largas tardes y en sus tonos ocres y olores a tierra mojada, fui avanzando en el estudio del contrabajo con la ilusión de lo novedoso, y con la intuición y la convicción de que el largo y duro camino que entonces iniciaba me reportaría grandes satisfacciones todavía por descubrir.
Sin pensarlo, me di cuenta de que disfrutaba con el estudio diario, con las largas tardes otoñales de recogimiento dedicadas a ir descubriendo cosas, sensaciones nuevas, la conexión de la mano derecha con el arco y el contacto directo de la mano izquierda con la bella y majestuosa madera de ébano del batidor y el acero de las cuerdas. El olor constante de la madera vieja de su gran caja de resonancia… Estaba disfrutando del camino sin pensar en ningún destino concreto.
A los estudios de Édouard Nanny ya iniciados, mi maestro, Xavier Cubedo, añadió el primer método para contrabajo de Franz Simandl. Excelente. Estaba trabajando la mejor base pedagógica de las grandes escuelas francesa y alemana para contrabajo. Estudios para disfrutar del registro grave. Estudios indispensables para aprender y disfrutar de nuestro bello y noble instrumento.
Una de tantas tardes que pasaba estudiando en el Sindicat de Músics con el instrumento prestado por mi maestro, Cubedo entró a ver cómo iban mis estudios y me comentó que había encontrado un buen instrumento para mí en una tienda de música de confianza, cuyo nombre no recuerdo al haber desaparecido hace ya muchos años. Me comentó que era cómodo, sonaba bien y le hacían un buen precio por ser él. Lo había dejado reservado unos días para que yo me lo pensara y buscara el dinero. ¡150.000 pesetas! (900 € en la moneda actual). Aquello era mucho, mucho dinero para mi economía. Un “bolo” con la Rítmica Sonora suponía entre 8.000 y 15.000 pesetas (unos 50 € y 90 € de hoy). Pero antes o después tendría que comprarme un contrabajo propio, y aquella era una buena oportunidad, así que acudí a la tienda en cuestión, situada al principio del “barrio chino” barcelonés, ahora llamado El Raval (se encontraba en una callecita cuyo nombre no recuerdo, al final de las Ramblas, bajando a la derecha, cerca ya del puerto).
El instrumento era muy bonito y único en su especie (no tenía más criterio para evaluarlo): marrón oscuro, no muy grande (3/4) y sonaba al frotar y pulsar sus cuerdas. Suficiente para mí. En aquellos tiempos, las tiendas vendían los artículos costosos con un sistema de “letras”, consistente en pagar una cantidad de entrada variable en función de las posibilidades del cliente, e ir pagando el resto en plazos mensuales durante el tiempo acordado (sin recargos, normalmente). Era un pacto entre comprador y vendedor en el cual no intervenían los bancos. Así comprábamos los clientes de clase trabajadora frigoríficos, lavadoras, televisores y contrabajos.
Le comenté a Cubedo que me gustaba, pero que yo no entendía todavía lo suficiente como para opinar de sonido, calidades y otras características.
—Si tú me dices que está bien y vale la pena, lo compro, claro—, le dije.
—Si puedes, cómpralo. Es un buen instrumento para el precio que tiene—, respondió él. Y así hice yo. Los consejos del maestro en nuestra generación “iban a misa”.
Entonces, quedé una tarde con el vendedor para ir a buscar el contrabajo, dar la entrada y firmar las letras (había que firmarlas todas el día de la compra: a 12 meses, 24, 36, o los que fuesen). Había oscurecido ya, aunque no era muy tarde, cuando aparecí en el “barrio chino” con el coche prestado por mi padre para buscar mi nuevo y flamante instrumento. ¡Qué ilusión! ¡Iba más contento que unas castañuelas!
Realizado el pago de la entrada y firmadas las muchas letras correspondientes (uf, espero que salgan muchos bolos, pensé), cogí como pude el contrabajo, metido en una funda de color verdoso, estilo petate militar, casi sin asideros, y salí emocionado y cargado de aquella tienda.
Al llegar al taller de confección de mi madre, donde habilité una diminuta estancia para estudiar, el instrumento recibió un inmerecido estreno. Después de los esfuerzos y sudores para sacarlo de su funda —algo siempre costoso— de lona ultrafina y sin apenas asas, lo coloqué en una esquina de la pequeña habitación, pero —error— con el puente mirando hacia fuera, para deleitarme observándolo un ratito, y con una pica metálica, “a pelo”, sin taco de goma. Podéis imaginar lo que sucedió a continuación. Me retiré un metro —la habitación no daba para más— y súbitamente el contrabajo patinó sobre el resbaladizo suelo —entonces se enceraba—, desplomándose y causando un estruendo que, más que a mis oídos, hizo daño a mis entrañas, poniéndoseme el estómago de corbata. Tuve suerte de que el tamaño de la estancia y su mobiliario no permitieron su caída total hasta el suelo, sino que rebotó en la pared y quedó en un extraño equilibrio en diagonal. “¡Pa’ habernos matao!”, como se suele decir.
Afortunadamente, siendo un instrumento nuevo, de verdes y gruesas maderas, no sufrió grandes daños: un par de desencoladuras de palmo y algún raspón sin importancia (nada que no se solucionara con cola blanca y reparador).
Pero qué dolor… Nunca más volví a dejar un contrabajo en esa posición. Aquello fue la primera lección de cómo manejar un instrumento de semejante envergadura (“veiculo longo”).
Por lo que me dijo mi maestro, teníamos que cambiar las cuerdas, pues las proporcionadas por el fabricante sólo servían para sujetar el puente y para tender la ropa. Para mí, de momento, eran todas ellas cables de alta tensión.
Entonces apareció Xavier en una de las clases con un juego de cuerdas Pirastro Flexocor usadas, de las que él había sustituido en su instrumento de la Banda Municipal de Barcelona, y me dijo que las pusiera en el mío y guardara las de “tender la ropa” por si acaso. Y así hice.
Después de quitar y poner la funda al contrabajo, la tarea de cambiar cuerdas es de las más difíciles que recuerdo en mis primeros pasos con el instrumento. Tardé entre una hora y media y dos horas… ¿Cuántas vueltas da una clavija antes de destensar y volver a tensar una cuerda de contrabajo? ¿1.000? ¿2.000? La máquina esa, tipo pedal de bicicleta, estaba por inventarse o por descubrirse, al menos en Barcelona. Los dedos índice y pulgar se me quedaron doloridos para tres días, incluyendo principio de tendinitis…
Cuándo descubrí el precio de aquel juego de cuerdas que generosamente me regaló mi maestro, me di cuenta de que hubiese necesitado firmar algunas “letras” más para pagarlo. Ahí se fosilicen… (las cuerdas).
A pesar de mi inocencia e ignorancia, aprecié un cambio sustancial en el sonido de aquel instrumento. “Unas buenas cuerdas son de gran importancia para la calidad del sonido en cualquier instrumento”, me comentó Xavier. Sobre todo si se trataba de un instrumento barato.
Equipado, motivado y con muchas “letras” por pagar, no me quedaba más que trabajar duro, día tras día, y disfrutar de ello. Recuerdo aquel período como uno de los más intensos y fructíferos. Dedicaba al estudio todas las horas que podía cada día. Los fines de semana, si había suerte, teníamos “bolos” con la Rítmica Sonora (grandes maestros ayer y hoy: Xavi Criado, Francesc Puig, Joan Pastor, Joan Monné, Carol Blanco… fue un lujo estar con ellos. ¡Gracias!). Y con aquel dinero pagaba las “letras” y la mensualidad de las clases en el Sindicat.
Así transcurrieron los meses a lo largo de aquel año, hasta examinarme en el Conservatori del Liceu de los dos primeros cursos de contrabajo “por libre”, una modalidad ya extinta que te permitía estudiar con el maestro que tú eligieras, y luego examinarte —en junio o en septiembre— ante el tribunal del conservatorio. Gran pérdida, la de esta opción, para los estudiantes actuales.
En el tribunal de mi examen estaba, sin yo conocerle aún, el gran maestro Ferrán Sala, junto con otros dos catedráticos de cuerda que lamentablemente no recuerdo. Finalizada y superada mi prueba de primer curso, el maestro Sala me invitó a proseguir el examen con los estudios y obras de segundo. Acabado todo el proceso, se me acercó, me preguntó con quién estudiaba y me felicitó con entusiasmo: “Vas molt bé, noi. Continua així” (“Vas muy bien, chico. Continúa así”). Xavier Cubedo estaba igual de contento que yo con los resultados: excelentes. Buenos comienzos y buena carta de presentación para el maestro de todos los maestros en Cataluña: Ferrán Sala.
Habiendo finalizado mi primer e intenso año con el contrabajo, hablé con Cubedo para no dejar de estudiar en verano y avanzar con los contenidos de tercero. Él me respondió que estaba de acuerdo, pero que el curso siguiente debía cambiar de profesor. Sorprendido, le pregunté el por qué:
—¿No estás contento conmigo, Xavier?—, dije yo.
—No, no es eso. Todo lo contrario—, respondió. —El maestro Sala me ha hablado muy bien de tu examen, y quiero que vayas a estudiar con él. Llegará un momento en que yo no te podré enseñar todo lo que necesitas, y él sí. Es el mejor profesor, y debes ir con él—.
Yo insistí en que estaba muy contento con él y que no quería cambiar, pero Xavier se mostraba convencido de que ésa era la mejor opción de futuro para mí. Y, cómo tantas otras veces, acertó. La generosidad, la sinceridad, la dedicación sin límites y, finalmente, la inusual honestidad demostrada por Xavier Cubedo durante el año en que fui alumno suyo hicieron que mi respeto, agradecimiento y admiración hacia él como músico y persona se consolidaran para siempre.
Así que, con la extraña mezcla de gran pena por dejar a mi primer maestro y la ilusión de empezar a estudiar con el más grande del contrabajo en Cataluña, me disponía a abordar una nueva etapa de mi carrera llena de grandes acontecimientos aún por descubrir.
Gracias, Xavier. Mi primera pequeña historia con un gran maestro.
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