Ningún pianista del siglo XX fue más legendario y fascinó más a sus audiencias que Vladimir Horowitz. Casi tanto como Franz Liszt en el XIX. Su asombrosa técnica, la belleza de su sonido y unas concepciones musicales muy personales fueron elementos determinantes para alcanzar un éxito arrollador desde los inicios de su carrera profesional. Sin embargo, y a pesar de ser aclamado por el público allá donde actuaba, no siempre tuvo a la crítica de su parte. Nadie discutió nunca su talla de ejecutante, su absoluto dominio del piano; pero sí su interpretación de la música, alejada de los cánones establecidos y siempre teñida de un sesgo muy personal, a la manera de los antiguos pianistas románticos.
Por otra parte, su concepción del concertismo recordaba a la del joven Liszt cuando, en 1840, escribió a la princesa Belgiojoso que “el concierto soy yo”. Efectivamente, Horowitz consideraba que el intérprete era algo más que un ejecutante, que su tarea consistía en recrear bajo su prisma las ideas y sentimientos del compositor. Y que el concierto constituía un momento sublime, en el cual la figura del intérprete resultaba esencial, así como su comunicación con el público, al que debía tenerse muy presente a la hora de confeccionar los programas. Por ello, a diferencia de otros pianistas con mayor sentido de la historia, como Schnabel o Fischer, preocupados por divulgar la mejor música de Bach, Beethoven o Schubert, Horowitz consideró esencial conectar con el público, lo que, según él, obligaba a tener presente no sólo el gran repertorio, que por supuesto dominaba e incluía en sus recitales, como composiciones acaso musicalmente menores pero que tuvieran la capacidad de impactar en los oyentes. Por eso, por creer que el intérprete compartía con el compositor el protagonismo de la actuación ante el público, y por la poética sentimental que envuelve todas sus interpretaciones, muchos críticos lo consideraron un romántico pasado de moda.
Orígenes y formación de Horowitz
Su biografía es bien conocida, gracias en primer lugar al propio Horowitz, que dejó interesantes testimonios en varias entrevistas y reportajes; y gracias también a los trabajos de Glenn Plaskin, Harold C. Schonberg, David Dubal y Piero Rattalino, entre otros. Nació en 1903 en la pequeña ciudad ucraniana de Berdichev1, cerca de Kiev, en el seno de una familia acomodada venida a menos tras la Revolución bolchevique. Su madre fue su primera profesora de piano, cuando él tenía seis años. A los nueve empezó a ir al Conservatorio en Kiev, y pronto se reveló como un pianista altamente dotado, poseedor de una facilidad asombrosa para abordar cualquier repertorio. Sus principales maestros fueron Sergei Tarnowsky y, sobre todo, Félix Blumenfeld, pianista (seguidor de la escuela de Anton Rubinstein), director de orquesta y compositor, con merecida reputación en Moscú y San Petersburgo, y que en aquella época se encontraba en Kiev debido a la guerra. Blumenfeld, más que un profesor de piano, era un músico completo que trató de inculcar a Horowitz una concepción de la música que trascendía lo puramente pianístico. Le afianzó el gusto por la ópera, que ya poseía desde sus años infantiles, y le introdujo en el conocimiento de la música orquestal2.

De aquellos años de formación, Horowitz gustaba recordar la relación con Heinrich Neuhaus (maestro luego de Richter y Gilels), que era sobrino de Blumenfeld y con quien el joven pianista tocaría a cuatro manos en el Conservatorio. También tuvo la oportunidad de escuchar en Kiev a celebridades del piano como Hofmann, Rachmaninov y Scriabin, que influirían mucho en él. Se graduó en 1919, interpretando, entre otras composiciones, el Tercer Concierto de Rachmaninov, obra que le acompañaría durante toda su carrera y de la que ha sido uno de los mejores intérpretes habidos desde entonces (con tres versiones discográficas en estudio, muy a tener en cuenta3).
Primeros años como concertista
Fue a raíz del éxito alcanzado entonces, en aquella prueba académica ante lo más granado del Conservatorio, cuando comprendió que estaba especialmente dotado para el piano. Y aunque lo lógico hubiera sido que ampliase su formación en alguno de los principales centros musicales de Europa, como Berlín, Viena o París, lo cierto es que empezó una carrera de concertista. La guerra le empujó a ello, a pesar de lo dicho y de que su principal vocación era la composición. El propio Horowitz lo declaró en muchas ocasiones: tuvo que dedicarse al concertismo como medio para ganarse la vida en aquellos años convulsos de la Revolución. Así, a partir de su debut en Kiev en 1920 y en Kharkov en 1921, dio innumerables conciertos en Rusia con enorme variedad de programas. Casi legendarios son los once programas diferentes que interpretó en Leningrado en la temporada 1922-23. O la relación artística y personal con el eximio violinista Nathan Milstein, amistad que nació entonces y que duraría toda la vida. Así las cosas, Horowitz se convirtió en pocos años en un músico muy reconocido en su país.

En 1925 abandonó la Unión Soviética, parece que con el compromiso de ir a estudiar con Arthur Schnabel en Berlín. Se instaló en la capital germana, centro cultural de la época, y comenzó a ofrecer recitales en Alemania y más tarde en otros muchos países europeos. Algunos críticos no dudaron en compararlo con figuras históricas del calibre de Anton Rubinstein y Ferruccio Busoni. En París lo escuchó uno de los más importantes representantes de conciertos estadounidenses, Arthur Judson, y le procuró la que sería su primera gira en Norteamérica. Su presentación en Estados Unidos fue en 1928, con la Filarmónica de Nueva York y Sir Thomas Beecham, que también hacía su debut neoyorquino en esa velada. Tocó el Primero de Tchaikovsky, uno de sus conciertos favoritos. Es curioso que el mismo concierto con orquesta que le abrió las puertas de Alemania en 1926 (con una memorable actuación sobrevenida en Hamburgo al enfermar a última hora el pianista programado), le abriera igualmente las del público americano. Sin duda, porque era una obra que dominaba a la perfección y se ajustaba muy bien a sus colosales dotes interpretativas. De hecho, a juzgar por la crítica de Olin Downes en The New York Times, no cabe duda de que obtuvo un éxito clamoroso, aun cuando se constataran ciertas diferencias de criterio con el director británico. Su virtuosismo era deslumbrante, sustentado en una técnica formidable, ajena posiblemente a las enseñanzas académicas, pero de una vitalidad arrolladora y con un sonido muy característico. En este punto hay que hacer notar que entre el público se encontraba Sergei Rachmaninov, con quien Horowitz iniciaría una estrecha amistad.
Desde entonces sus actuaciones en Estados Unidos se multiplicarían de manera vertiginosa. Como en Europa. En 1933, y con el Emperador beethoveniano, Horowitz inicia su relación con Arturo Toscanini, la cual se haría familiar al casarse ese mismo año con una de las hijas del famoso director, Wanda Toscanini. En definitiva, una carrera imponente, plagada de conciertos y éxitos. Y de una discografía, cada vez más importante, a partir de su primera grabación con el sello RCA Victor, en 1928.
Primeras grabaciones de Horowitz
De aquellas primeras grabaciones, ya en los primeros años treinta y hechas en Londres por His Master’s Voice mediante acuerdo con RCA, cabe destacar la presencia de algunas sonatas de Scarlatti, la Sonata Hob.XVI: 52 de Haydn, las Variaciones en do menor de Beethoven, el Scherzo op.54 y numerosas piezas de menor formato (mazurcas, estudios, impromptus y nocturnos) de Chopin, Funerales, el Estudio Paganini n.º 2 y la Sonata en si menor de Liszt, la Toccata op.7 y la Arabesca op.18 de Schumann, el Concierto op. 30 de Rachmaninov con la London Symphony y Albert Coates, la Toccata op.11 de Prokofiev o el Estudio n.º 11 de Debussy. Y no podemos olvidar algunas muestras sublimes de su virtuosismo como El vuelo del moscardón de Rimski-Kórsakov en arreglo de Rachmaninov, su versión de la Danza rusa de Tres movimientos de Petrouchka de Stravinsky y, cómo no, sus Variaciones sobre un tema de ‘Carmen’ de Bizet. En fin, obras muchas de las cuales volvería a grabar años después y, en algunos casos, en más de una ocasión.
Estas grabaciones en estudio nos permiten dos cosas de mucho interés. En primer lugar, el conjunto nos da idea del repertorio que manejaba Horowitz en aquella época, de manera que puede apreciarse que, aparte de ciertas concesiones al gran público que disfruta admirando al virtuoso capaz de las más altas proezas técnicas, la mayor parte del repertorio es de notable categoría musical. Por otro lado, nos permite conocer su estilo interpretativo, directo, natural, brillante y sólido; en la tradición de Rachmaninov, Hofmann y Lhévinne. Algunas versiones son verdaderamente memorables y dignas de figurar en los anales de la historia de la interpretación pianística; no sólo las frecuentemente referidas del Tercero de Rachmaninov y de la Sonata en si menor de Liszt (de 1930 y 1932, respectivamente), sino también otras, como la del Scherzo op.54 y el Estudio op.10 n.º 8 de Chopin, la Toccata op.7 de Schumann, el Estudio n.º 2 de los Paganini-Liszt, el estudio Pour les arpèges composés de Debussy o la Toccata op.11 de Prokofiev, todas ellas producidas entre 1930 y 19364.
Ciudadano estadounidense
Luego, entre 1936 y 1938, se produce el primer retiro de los escenarios, algo que sucedería en varias ocasiones a lo largo de su carrera. Hay que entender que Horowitz era una persona muy inestable emocionalmente y propensa al agotamiento nervioso, máxime con la intensa actividad de conciertos de todos esos años. En 1939 se establece en Estados Unidos, donde adquiere la ciudadanía en 1942. En aquellos años de la guerra, su actividad concertística no tiene la intensidad de antes. Sí es reseñable, empero, la grabación con Toscanini y la NBC Symphony Orchestra del Primer Concierto de Tchaikovsky y del Segundo de Brahms; así como varias obras para piano solo, entre ellas, las Variaciones sobre ‘La Ricordanza’ de Czerny y la Danza macabra de Saint-Saëns transcrita por Liszt y retocada por el propio Horowitz. Será el inicio de una larga serie de discos con RCA Victor, la cual se intensifica después de la guerra.
En efecto, después de 1945 graba varias sonatas de Scarlatti, la K.332 de Mozart y la Claro de luna de Beethoven, numerosas obras de Chopin (entre ellas, la Sonata op.35, el Scherzo op.20, la Balada op.23, la Polonesa op.53, y el Andante spianato y gran polonesa brillante), Funerales, el Sonetto 104 del Petrarca y las rapsodias húngaras 2, 6 y 15 de Liszt y, de especial interés, una excelente versión del Tercero de Rachmaninov, con Fritz Reiner, con quien también grabó a primeros de los cincuenta el Emperador beethoveniano. También muy destacables son la grabación de la Sonata op.26 de Barber (dedicada por el compositor y que Horowitz estrenó), la Sonata n.º 7 y la Toccata op.11 de Prokoviev, y la Sonata n.º 3 de Kabalevsky. Y su propia versión de Cuadros de una exposición de Mussorgsky. O su inolvidable versión de The Stars and Stripes Forever, himno de los marines debido a John Philip Sousa y que Horowitz tocó a menudo tras la contienda bélica.
En definitiva, un conjunto importante que muestra el eclecticismo de un pianista que, aunque de claro aliento romántico, se enfrenta con plena solvencia a los compositores clásicos o a obras del siglo XX tan complejas como las sonatas de Barber y Prokofiev antes citadas. Y un pianista que puede ser tachado de efectista o de mirar hacia la galería en algunos momentos, pero que por encima de eso es un artista que ama lo que hace, que cuida cada interpretación hasta en los más pequeños detalles tímbricos y expresivos, sin impedir que por eso cada interpretación sea única e irrepetible, y que no renuncia a ofrecer su visión de la música aun con licencias sobre el texto original o con posibles exageraciones en la agogia y la dinámica. En verdad, una manera de entender la música más acorde con la herencia del pasado, que con las nuevas corrientes historicistas apegadas a las fuentes y a una supuesta objetividad textual. Como escribió en enero de 1953 Howard Taubman en The New York Times, Horowitz se había convertido “del virtuoso lleno de fogosidad que era, en un artista autocrítico y penetrante”.
Retirada de los escenarios
Quizás el recital que ofreció en el Carnegie Hall en febrero de 1953 (grabado y publicado por RCA) y que dará paso a un período de doce años alejado de los escenarios, sea un buen resumen de ese Horowitz que disfruta de un éxito pleno entre el público, pero que sigue buscando su camino en una nueva etapa de madurez de su arte interpretativo. Han pasado veinticinco años desde su debut en Estados Unidos y Horowitz quiere resaltar que es mucho más que un virtuoso capaz de levantar de sus asientos a públicos ávidos de proezas virtuosísticas. ¿Por qué, si no, la inclusión en programa de dos obras infrecuentes en él, y en las antípodas de ese virtuosismo fácil, como son la Sonata D.960 de Schubert y la Sonata n.º 9 de Scriabin? Ciertamente, estamos ante un Horowitz en plena madurez, aun a pesar de que algunos críticos siguieran regateándole su alta talla artística.
Pero Horowitz decidió retirarse. Aunque, por fortuna, no de los estudios de grabación, muchas veces el de su casa neoyorquina de la calle 94 Este. Aparecieron varias grabaciones discográficas dedicadas a algunos de sus compositores favoritos, no explorados suficientemente hasta entonces, como Clementi y Scriabin. El primero fue una revelación de la talla compositiva del autor italiano (reivindicación que ningún pianista de primer nivel había hecho hasta entonces) y el segundo nos mostró a un intérprete formidable de Scriabin, con una Sonata n.º 3 portentosa y digna de figurar junto a las mejores interpretaciones que del ruso nos legó el mítico Sofronitsky. También Chopin, con un disco en el que, entre otras obras, encontramos los scherzi segundo y tercero, y la Barcarola op.60. Así como varias sonatas de Beethoven: op.10 n.º 3, Patética, Claro de luna, Waldstein y Appassionata.
Vuelta al Carnegie Hall
De ahí que cuando se anunció su regreso para mayo de 1965, en el Carnegie Hall, naturalmente, aquello fuese una noticia de primera página y un acontecimiento celebrado en todo el mundo musical. El programa elegido incluía la Toccata en do mayor para órgano BWV 564 de Bach-Busoni, la Fantasía op.17 de Schumann, la Sonata n.º 9 y el Poema op.32 n.º 1 de Scriabin, y tres obras de Chopin: la Mazurca op.30 n.º 4, el Estudio op.10 n.º 8 y la Balada op.23. A lo que seguirían tres bises ante el delirio de su público: Serenade for the doll de Debussy, el Estudio op.72 n.º 11 de Moszkowski y Träumerei de Schumann. Gracias a la CBS, sabemos verdaderamente lo que fue ese acontecimiento, memorable desde todos los puntos de vista.
Y es que con Columbia Records había grabado ya varios discos desde 1962, el primero de ellos, con un atractivo recital integrado por la Sonata op.35 de Chopin, dos Études-tableaux op.39 de Rachmaninov, la Arabesque de Schumann y la Rapsodia húngara n.º 19 de Liszt-Horowitz. A éste seguirían otros en los años siguientes, tanto con grabaciones en estudio como recitales en el Carnegie Hall. Entre éstos tuvo particular repercusión, además del referido de 1965, por ser el de su regreso a los escenarios, el ofrecido en 1968, Horowitz on Television. Luego, volvería a retirarse hasta 1974.
En cuanto al repertorio, el inquieto Horowitz no deja de ir incorporando en sus recitales obras de reciente estudio o bien recuperadas de otro tiempo. Así, la Sonata op.101 de Beethoven, la Polonesa op.44, la Barcarola op.60 y la Polonesa-fantasía op.61 de Chopin, el Concierto sin orquesta, la Kreisleriana y la Humoresque de Schumann, el Vals Mefisto en versión Busoni-Horowitz, la Balada n.º 2 y Valle d’Obermann de Liszt, varios Études-tableaux y la Sonata n.º 2 de Rachmaninov, L’isle joyeuse de Debussy, y Vers la flamme op.72 y la Sonata n.º 5 de Scriabin adquieren protagonismo en los recitales de estos años, sin que falten las sonatas de Scarlatti, Clementi y Haydn, y piezas de menor formato de Chopin, Liszt y Rachmaninov, algunos impromptus de Schubert o la Arabesque de Schumann, tan querida para Horowitz. O la Fantasía sobre ‘Carmen’ de Bizet-Horowitz.
Por otra parte, tras la reaparición comentada disminuyó el número de conciertos, no actuando más de veinte veces por temporada y sólo los domingos a las cuatro de la tarde. En general, prefirió el recital al concierto con orquesta; de hecho, cuando en 1978, en el cincuentenario de su debut en Estados Unidos, tocó el Tercero de Rachmaninov con la Filarmónica de Nueva York bajo la batuta de Ormandy, hacía veinticinco años que no se presentaba con orquesta. En realidad, se trataba de una prueba más de ese individualismo que siempre le caracterizó. Como cuenta Helen Epstein (Hablemos de música. Conversaciones con músicos, 1988), el propio Horowitz le explicó que el recital le permitía hacer las cosas a su manera y no tener que ponerlas en consonancia con un director y una orquesta: “Me gusta hacer recitales, porque ¿sabe? pongo mis propios matices. Todo es mío […] Cuando se toca un concierto, la orquesta impone el ritmo. Ellos lo hacen fuerte o suave. A mí me gusta hacerlo yo, porque sé que puedo. Y mi repertorio es mucho más interesante”. De hecho, apenas programó el Tercero de Rachmaninov, el Primero de Tchaikovsky, el Emperador de Beethoven, los dos de Brahms o, al final de su vida, el K.488 de Mozart.
Últimos años de Horowitz
Ya en los años ochenta, Horowitz volvería a Europa. Londres, París, Milán, Hamburgo, Viena y Ámsterdam serían las afortunadas ciudades europeas que acogieran recitales del anciano Horowitz. Así, como Moscú y Leningrado, en 1986. El concierto en la Gran Sala del Conservatorio Tchaikovsky fue grabado en vídeo y nos permite percibir las esencias del maestro. En programa, tres sonatas de Scarlatti, la K.330 de Mozart (muy presente en sus recitales de los años ochenta), dos preludios de Rachmaninov, la Soirée de Viena n.º 6 de Schubert-Liszt, el Sonetto 104 del Petrarca de Liszt, y dos mazurcas y la Polonesa op.53 de Chopin. Como propinas, tres piezas muy frecuentes en él: Träumerei de Schumann, la Polca de W.R. de Rachmaninov y Etincelles de Moszkowski. Sin duda, un reencuentro muy emocionante para Horowitz y para los moscovitas, en un recital en el que la genialidad y la capacidad del intérprete para comunicar esa emoción se palpó durante toda la velada, a pesar de no estar ya ante el Horowitz pletórico de facultades que disfrutamos hasta los años sesenta e incluso los setenta.
Junto a estos recitales en Europa, y además de dos viajes a Japón y algún concierto en Nueva York, lo más reseñable de estos últimos años de carrera de Horowitz son sus grabaciones discográficas, con Deutsche Grammophon desde 1985, así como el documental grabado en su casa, que llevó por título Vladimir Horowitz: The Last Romantic, con páginas de Bach-Busoni, Mozart, Schubert, Chopin, Liszt, Schumann, Rachmaninov, Scriabin y Moszkowski. A este documental seguirían varios registros, que merece la pena destacar. En estudio, en Nueva York, grabó en 1985 un disco que resume muy bien el tipo de programas que gustó de hacer en los últimos años de su vida: una obra de gran formato, como Kreisleriana de Schumann, dos sonatas de Scarlatti y varias piezas cortas, de Liszt, Scriabin y Schubert. También en ese mismo estudio de Nueva York (que RCA cedió a la discográfica alemana para la ocasión), grabó al año siguiente la Sonata D.960 de Schubert, la cual se comercializó, ya fallecido el pianista, con una interpretación en vivo de las Escenas de niños de Schumann, registradas por Deutsche Grammophon en el concierto que Horowitz ofreció en la Sala Dorada del Musikverein de Viena en mayo de 1987. Igualmente hay que apuntar la grabación del Concierto K.488 de Mozart con Giulini y la Orquesta de la Scala.
Poco antes de morir volvió a la CBS, sello que publicaría en 1990 un disco con las que fueron últimas grabaciones del pianista, registradas en su casa de Nueva York días antes de que, el 5 de noviembre de 1989, un ataque al corazón pusiera fin a su vida. Dicho registro incluye la Sonata Hob.XVI: n.º 49 de Haydn, varias piezas de Chopin (la Fantasía-impromptu, entre ellas), el preludio Weinen, Klagen, Sorgen, Zagen de Bach-Liszt y Muerte de Isolda de Wagner-Liszt. Últimas grabaciones que nos muestran a un octogenario lúcido y fiel a su estilo interpretativo, y que sigue indagando y empeñado en ampliar hasta el último suspiro su fantástico legado.
La clave del éxito de Horowitz
Se ha escrito mucho sobre Horowitz. Que tenía unas facultades excepcionales para tocar el piano, es algo que está fuera de toda duda. Aparte de poseer una técnica arrolladora, leía muy bien a primera vista y, ya de joven, fue capaz de compilar un vasto repertorio (recuérdense sus once programas diferentes en Leningrado en 1923), aunque no todo él fuera destinado a incluirse en sus recitales. Quizás porque una obsesión suya fue el perseverar sobre determinadas composiciones y, en el caso del repertorio con orquesta, limitar éste a sólo media docena de obras con las que se identificaba plenamente. Comparado con Rubinstein o Arrau, también longevos como él, podría objetarse que el repertorio destinado a sus apariciones públicas debería haber sido más extenso.
¿Dónde estaba la clave de su éxito? Cuando irrumpió en la escena internacional, mediados los años veinte del pasado siglo, el piano tenía sus principales baluartes en las figuras de Rachmaninov, Hofmann y Paderewski. También Cortot, Schnabel y Rubinstein. Horowitz pronto se sumó a ellos. Sin duda, la espectacularidad de su pianismo y la capacidad extraordinaria de comunicar con el público fueron determinantes para ello. Pero colegir que sólo esas deslumbrantes dotes virtuosísticas podían asentar una carrera de largo recorrido, es simplificar la cuestión. Cuando se adentra uno en la biografía del pianista, constata que, junto a esas obras espectaculares destinadas a asombrar al público (como sus Variaciones sobre un tema de ‘Carmen’ de Bizet o la pirotécnica versión de The Stars and Stripes Forever de Sousa), hay un buen contingente de la mejor música, desde sonatas de Scarlatti hasta estudios de Debussy o las últimas sonatas de Scriabin. Con interpretaciones legendarias de algunas de las mejores obras del repertorio, como Kreisleriana de Schumann (su mencionada versión para CBS de 1968 es excelente), la Sonata en si menor de Liszt, la Sonata op.26 de Barber o la Sonata n.º 2 y el Concierto op.30 de Rachmaninov. En verdad, Horowitz era un músico nato y conocía y estudiaba a fondo el repertorio. ¿Cómo, si no, esa apuesta por Clementi, un compositor reducido a formar parte de los programas de conservatorio? ¿O su perseverancia con Scarlatti, hasta entonces muy poco presente en el repertorio de los pianistas?
Otra cuestión es lo que Horowitz entendía como función del intérprete. Y en ello, es esencial tener presente su estética romántica. Esa tendencia romántica es la que explica que su Bach fuera el de Busoni: el de los preludios corales o la fastuosa Toccata en do para órgano. O que explica al pianista que gusta de las miniaturas, que interpreta con una paleta de colores y una sutileza maravillosas. O al artista que se toma la libertad de hacer sus propias versiones en obras virtuosísticas, como el Vals de Mefisto y algunas rapsodias húngaras de Liszt, por ejemplo. Y que adopta libertades en el ritmo y en el empleo de las dinámicas (con un espectro amplísimo), e incluso se permite la adición de notas (bajos duplicados, acordes…), mucho más en el repertorio romántico que en los clásicos, en los que su sujeción al texto fue siempre mayor, aunque ciertamente no en el grado que se impondría en la segunda mitad del siglo XX y con una dosis de rubato mayor de lo que lo que los musicólogos consideran propio de la estética clásica. Sea como fuere, en todo momento, percibimos al artista que recrea la música, que toca con una mezcla de cabeza y corazón, y sublimando el momento de cada interpretación, única e irrepetible. Algo que muchos críticos no aceptaban y que censuraban, en algunos casos con dureza. Conocido es el juicio del compositor y crítico Virgil Thomson, cuando lo definió como “un maestro en el arte de la distorsión musical”.
En verdad, Horowitz fue una figura singular. En primer lugar, en cuanto a la interpretación propiamente dicha, que, como se ha comentado ya, lucía mucho más en las piezas breves, por lo general, que en obras de gran envergadura formal. También su técnica pianística parece estar fuera de los cánones establecidos. La posición de sus manos, apoyadas en el teclado y con la muñeca baja, es muy original. Muy parco en movimientos, los dedos estaban alargados en vez de curvados y siempre cerca del teclado, lo que no impedía una claridad de ejecución admirable. De hecho, su técnica de dedos es prodigiosa, con una pureza de toque increíble: ya sea en las sonatas de Scarlatti, en el Beethoven de la Waldstein y la Appassionata, en Traumeswirren de Schumann o en piezas de salón como esa maravilla de Etincelles de Moszkovski y en El vuelo del moscardón de Rimski-Kórsakov, arreglo de Rachmaninov. Aunque, como bien apunta Rattalino (Vladimir Horowitz, 2005), lo verdaderamente sorprendente no es la agilidad de dedos en sí misma, que es sobresaliente en verdad, sino la relación entre velocidad y sonoridad. La página citada de Schumann (perteneciente a las Piezas de fantasía op.12) puede ser una buena muestra de ello.
Otra cualidad es la plasticidad que imprime a los acordes, ya sea en el tiempo lento de una sonata de Mozart, en la Marcha fúnebre de Chopin o, de forma maravillosa, en la Toccata de Schumann. Y ligado a ello, está el sentido de la polifonía, el equilibrio de las distintas voces, bien es verdad que a veces exagerando el matiz de una voz secundaria con el riesgo de romper el hilo conductor. Pero esa cualidad era esencial para la sonoridad que le caracterizó y que tanto embrujó a las audiencias. Y proverbial es su efectividad y brillantez en la ejecución de octavas, logrando momentos estelares en piezas como la Sonata en si menor y la Rapsodia húngara n.º 6 de Liszt, la sección central de la Polonesa op.53 de Chopin o los famosos pasajes del Concierto n.º 1 de Tchaikovsky.
Otra característica del estilo de Horowitz es la cantabilidad. Como se ha subrayado en muchas ocasiones, la voz humana tuvo siempre mucha influencia en él, desde sus años de estudiante, cuando se aficionó a la ópera y a escuchar a cantantes italianos. Esa vocalidad está muy presente en cualquier obra que interpreta, pero de una manera especialísima en Chopin. Un ejemplo muy bueno es la sección central del Scherzo n.º 4 (grabación de 1936), verdaderamente sublime.
Si su sonido es particularmente bello, como tantas veces se ha puesto de relieve, también sus gradaciones dinámicas resultan legendarias. Ciertamente, la paleta dinámica es muy amplia en Horowitz y, por ende, la diferenciación entre los registros bajo, medio y agudo; con un volumen de sonido que llega hasta extremos titánicos, como el que consigue en su versión de la Rapsodia húngara nº 15 de Liszt, en La gran puerta de Kiev (último número de los Cuadros de una exposición) de Mussorgsky o en el final del Precipitato (tercer movimiento de la Sonata op.83) de Prokofiev. Pero también en obras como las polonesas 3, 5 y 6 de Chopin, quizás exageradamente, pero con una majestuosidad y elegancia magníficas.
En definitiva, estamos ante un artista vibrante, colosal y carismático. Por lo que no ha de extrañar que haya sido fuente de inspiración para muchos pianistas: no sólo para sus discípulos directos, como Byron Janis o Gary Graffmann, sino también para otros muchos: desde Jorge Bolet, Lazar Berman, Martha Argerich o Rafael Orozco, hasta Jorge Luis Prats, Arcadi Volodos o Lang Lang.
Juan Miguel Moreno Calderón es catedrático de Piano y director artístico del Festival de Piano Rafael Orozco de Córdoba (España) desde su fundación en 2002. |
Bibliografía utilizada
- AA.VV.: Grandes intérpretes de la música clásica. Vol. 2: Pianistas. Barcelona, Editorial Planeta-De Agostini, 1992.
- CHIANTORE, Lucca: Historia de la técnica pianística. Madrid, Alianza Editorial, 2001.
- DUBAL, David: The Art f the Piano. Its Performers, Literature, and Recordings. New Jersey, Amadeus Press, 2004.
- EPSTEIN, Helen: Hablemos de música. Conversaciones con músicos. Buenos Aires, Javier Vergara Editores, 1988.
- MACH, Elyse: Great Contemporary Pianists Speak for Themselves. Nueva York, Dover Publications, 1991.
- PLASKIN, Glenn: Horowitz. A Biography. Nueva York, William Morrow, 1983.
- RATTALINO, Piero: Historia del piano. El instrumento, la música y los intérpretes. Barcelona, Editorial Labor, 1988.
- Le grandi scuole pianistiche. Milán, Ricordi, 1992.
- Da Clementi a Pollini. Duecento anni con i grandi pianisti. Florencia, Giunti Gruppo Editoriale, 1999.
- Vladimir Horowitz. Barcelona, Nortesur, 2009.
- SCHONBERG, Harold C.: Los grandes pianistas. Buenos Aires, Javier Vergara Editor, 1990.
- Horowitz. Nueva York, Simon & Schuster, 1992.
- SIEPMANN, Jeremy: El piano. Su historia, su evolución, su valor musical y los grandes compositores e intérpretes. Barcelona, Ediciones Robinbook, 2003.
Footnotes
- El lugar de nacimiento de Horowitz ha sido objeto de controversia, dado que el propio pianista señalaba que había nacido en Kiev. Rattalino justifica de forma verosímil que realmente fue en Berdichev, aunque es verdad que muy pronto la familia se trasladó a Kiev.[↩]
- Personaje peculiar, Blumenfeld fue, sin duda, un magnífico músico. Además de Horowitz, en sus clases magistrales de Kiev, otros discípulos suyos fueron Simon Barere, Mariya Grínberg y Mariya Yúdina.[↩]
- Personalmente, me quedo con las dos primeras: la de 1930, con Albert Coates y la London Symphony Orchestra; y la de 1951, con Fritz Reiner al frente de la RCA Victor Symphony Orchestra.[↩]
- Para conocer la carrera discográfica de Horowitz, resulta particularmente interesante, por detallado y actualizado, el estudio de Stefano Biosa, en P. RATTALINO: Vladimir Horowitz. Barcelona, Nortesur, 2009.[↩]